El fin había llegado, implacable y cruel.
En la cima del monte Tenjou, en la rama más cercana al suelo del imponente cerezo sagrado, el último pétalo de la última flor pendía precariamente de su rama. Los vientos gélidos, susurrando en su vuelo, contenían el aliento. El destino de la humanidad estaba atrapado en ese delicado instante. Cientos de personas se habían reunido frente a la gran Lápida de los Dioses, expectantes de su futuro. Permanecían en el silencio más absoluto, en vilo, con el tiempo detenido en una espera que ardía.
Y entonces, el pétalo cedió.
Se soltó con una gracia devastadora, iniciando su caída en una danza lenta y angustiante hacia el suelo. Las miradas de los presentes recorrían cada giro en el aire, que parecía tener su propio eco. Lo que aquellos devotos no conocían era el alcance del esfuerzo entregado, de las batallas libradas, de los sacrificios realizados…, de las vidas segadas.
En lo alto de la montaña sí eran conscientes de todo lo que se había arriesgado y perdido, pues ellos eran la moneda de cambio, el sudor derramado. Y en ese instante, con la partida jugada, el final parecía inevitable.
El pétalo tocó el suelo.
Un silencio profundo y opresivo cubrió el mundo como un manto funerario. Era el tipo de vacío que dolía, el que marcaba la antesala del caos. En la base de la montaña, un halo de niebla rodeó la inmensa piedra tallada con la antigua profecía e hizo refulgir sus versos. El suelo comenzó a vibrar como respuesta a aquel fenómeno.
La piedra, por siglos intacta, se agrietó con un sonido terrorífico. Líneas profundas surcaban la superficie, fracturando las palabras sagradas que habían advertido a generaciones sobre lo que estaba por venir. Las fisuras se expandían con un ritmo implacable, y de ellas brotó un líquido oscuro. Sangre. La sangre que había sido entregada a aquel pacto. Conforme fluía con una voluntad que parecía viva, pintó de rojo la inscripción, recorriendo cada letra como una blasfemia. La profecía, teñida ahora de un carmesí brillante, presagiaba su condena:
«Sin que el último pétalo toque el suelo,
la kitsune, en su mayoría plena,
cumplirá su ascensión al quinto cielo,
o la purga será la cruel condena».
La sangre no se detenía. Escapaba de las grietas, serpenteando como ríos oscuros hasta el suelo, mientras un temblor profundo sacudía la tierra. Desde las raíces del cerezo hasta el corazón mismo de la montaña, un latido oscuro y ancestral parecía haber despertado.
Fue entonces cuando, desde las sombras del bosque que cubría parte de la montaña, se alzó una voz. Fría, antigua y tan profunda que el cielo pareció rasgarse con su sonido:
«El pacto ha sido quebrado; la purga da comienzo».
Un trueno siguió a aquella condena. Desde las alturas, densas nubes negras se arremolinaban, devorando el cielo, extinguiendo la luz. Un grito colectivo cargado de terror se unió al rugir de la tierra; almas que comprendían, en un mismo instante, que el juicio de los dioses había comenzado. Que su fin estaba cerca.
